sábado, 9 de noviembre de 2024

En el último suspiro

 


La mujer extrajo del baúl el negro farol que habría de iluminar el gris de la lápida. Lo limpió, le dio barniz y escamondó el cristal para que brillase toda la noche. Introdujo una vela en su interior y cogió una cerilla para prender la mecha. La vela no iluminaba. Cambió la vela, consumió la caja de cerillas y probó suerte con un mechero. Se le agotaron las velas. Probó con una lamparilla de aceite, pero al cerrar la puerta de la farola, se apagó. Rebuscó y halló un artilugio chino, de luz permanente que simulaba una vela, pero no tenía pilas. Se acordó de una iluminaria cilíndrica que acumulaba luz y se hacía visible por la noche. Agarró el farol, se cubrió con la negra mantilla y cuando llegó al cementerio ya era de día.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Capítulo III de La casa deshabitada

 


Hay panolis que piensan que esto de escribir para uno es como el hablar a solas, cosa de chalados.
Miguel Delibes

Diego Álamo y Rufo Miralles se retiraron a sus habitaciones. Nunca me enteré de cuáles eran sus verdaderas dolencias, aunque podría imaginármelas. Rufo Miralles, José Lorite y Eduardo Soler salieron a la calle, supongo que con la intención de mirar el cielo, que según nos contaba Samuel López, estaba en uno de esos días en que merece la pena mirarlo. Enrique Tobar y Manuel Navarrete se acodaron en la barra para departir  con Juanito Ponce, a quien no le importaba pasar toda la noche charlando. Yo, salí también a la calle, acompañado de Beatriz y Elisa.
—Oíd estos versos —dijo Beatriz leyendo en su iPod

Si con el templo de tu voz
no escaparan las diásporas nocturnas
en galaxias de orfebrería
y el entusiasmo de mil corolas rojas:
¿cómo podría escribir hoy
que tirando de un cordel de versos
se pueden sacar un cubo de azucenas
por el brocal más cálido del tórax?

—¿Quién los escribió? —pregunté.
—De un admirador, se apellida Cerrillo y ya no os digo más.
Comenzó a reír.
—A propósito Beatriz, ahora que te veo con ese aparato, ¿tú crees en la desaparición del libro de papel? —le dije.
—Cayetano, por Dios —intervino Elisa—, lo que maneja Beatriz no es más que un teléfono con Internet, el libro electrónico es otra cosa.
—Lo sé, lo sé, compañera, hasta ahí llego. Mi pregunta viene dada por el uso excesivo de esos medios. Perdonad si he sido demasiado impulsivo.
—Yo te entendí a la primera, amigo. Comprendo la reticencia de ciertas personas a la irrupción de la tecnología en el mundo actual, pero esto es una realidad —alzó su teléfono—, a la que no hay que darle la espalda. Pienso que habrá convivencia. Por experiencia propia sé que los estudiantes siguen prefiriendo los textos impresos y ellos son los que vienen detrás, así que tranquilo, compañero, que seguiremos viendo libros en los escaparates.
—Además —añadió Elisa—, mientras que el IVA siga en el 21%, mal vamos, ahí sí que hay diferencia con el papel.
—No sólo eso, —siguió Beatriz—, existe además el problema de las descargas ilegales, la piratería del siglo XXI. Ya ves, Núñez, —ríe Beatriz— ¡larga vida al papel¡ 
—Ya veo, ya veo. En fin, vamos a otra cosa, ¿os apetece oír música?

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