Dentro del portal de Internet Tus Relatos estamos participando en una
sana competición, en la que aporté este texto respondiendo al título de Un
avemaría y dos pensamientos sucios. Pasó el reto y estoy en la siguiente
ronda. Se trata de una adaptación de un relato que publiqué en su día en este
blog, en marzo de 2009. Lo dejo a vuestra consideración, al tiempo que os animo
a visitar el sitio mencionado.
Tiene unos labios que destacan
sobremanera dentro de su cara de niño. Pero Michel mide uno ochenta y es padre
de dos criaturas, que no ve desde hace diez meses. En lo alto de la bicicleta parece
el pato Donald africano, con esas dos enormes bolsas del cortinglés, que le
hacen tambalear el manillar y de las que
sobresale los montoncitos de papel soplanapias que ha encontrado de oferta en
la tienda de todo a sesenta céntimos. Se pasa el día pegado al semáforo de la
rotonda, esperando que paren los coches para pedir a los automovilistas que le
compren su oferta; las tres palabras que le enseñaron a decir en español, son
las imprescindibles para que la mayoría de la gente le diga que no, pero él
insiste y pone cara de alegría y no cesa de chapurrear buena suerte, como punto
final a cada una de sus plegarias, lo mismo le da que le miren con cara de
asco, con desprecio, con sonrisas, o que no lo miren. Es hermoso desear buena
suerte a todo el mundo, esté o no colaborando a ganarse ese sustento, que cada
semana ha de enviar puntualmente a su familia, para que puedan sobrevivir, allá
en ese punto del mapa ligeramente escorado hacia el Sur. Se pasa tanto tiempo
pegado al semáforo, que está deseando llegar al piso, que comparte con otros
colegas venidos antes que él, para echarse a dormir como un lirón, cosa que le
entusiasma. Uno de ellos es su amigo que le trajo a España, le animó a dar el
gran salto y le instruye sobre todo lo que debe hacer o decir en esta tierra,
en la que espera poder sacar lo suficiente para paliar la pobreza de su
familia, por eso Michel no se mueve de su puesto junto a la rotonda, y apenas
conoce otro camino que el que le conduce al piso donde habita y a la zona
comercial donde encuentra la oferta del día.
Llegó a España con tanta
precariedad de papeles, que no se atreve a hacer otra cosa que no esté
previamente calculada. Sabe que fracasar es dejar a su familia sin la
posibilidad de salir de su país, para incorporarse a este otro continente donde
todo parece tan distinto. Como un buen día le dijeron que rezase tres avemarías
cada vez que llegara a completar diez euros de venta, él lo hace. Se lo
aprendió de memoria y lo hace.
Michel viste bien, no va desaliñado
y usa zapatos cómodos, no es que esté de compras por las tiendas de moda, lo
que tiene son donativos de oenegés que él sabe rentabilizar y cuidar. La imagen
es importante a la hora de conseguir el euro de los automovilistas – eso
también se lo ha dicho su amigo –, y los buenos modos todavía es más importante
aún. Da igual que éste no quiera colaborar, detrás hay otro y otro y otro más,
un semáforo es una fuente continua de automóviles, furgonetas, camiones y no se
cuantos vehículos más, potencialmente disponibles, y un mal gesto, una mala
cara o un improperio, aunque sea en su lengua vernácula, puede dar lugar a que
ten de lado, te pases toda la mañana pasmado de frío, y no saques ni para pagar
los pañuelos, por muy de ofertas que estén.
Se tragaba la teoría cada noche
antes de cenar, como si se tratase de un rezo budista imprescindible para poder
ingerir los alimentos. Miraba a su amigo con ojos de lechuza y engullía las
viandas del plato sin hacer asco ni a lo uno ni a lo otro; entre lo que
encontraban de oferta y lo que les regalaban, apañaban unas comidas medio
decentes, porque los céntimos había que mirarlos con lupa; no podía faltar el
envío semanal, luego había que acudir al locutorio al menos cada diez días para
saber si el dinero estaba llegando, si todo seguía igual allá por su país, si
había algún problema de salud en su extensa familia, y si podía ahorrar algo
para poder hacerles una visita.
El quería haber terminado sus
estudios, y tener un profesión, pero las guerras próximas, los cambios
políticos y el olvido del mundo exterior, hicieron que se quedara sin beca, sin
trabajo y sin posibilidad de graduarse, con lo cual entraba en el continente
blanco con los bolsillos vacíos y un dominio del inglés que de poco le estaba
sirviendo en la rotonda que le había caído en suerte. Eso si, en el fondo ha
tenido suerte, de entrar en un momento en el cual todo está perfectamente
organizado: horario de trabajo, descanso semanal, vacaciones de verano y no
injerencias competitivas por parte de otros colectivos, desaparecidos todos de
la ciudad, como si se los hubiese tragado la tierra.
No le explicaron demasiadas cosas,
y él tenía mucha hambre como para entrar en detalles, por eso apenas se fija en
sus hermanos de piel, que de vez en cuando pasan por el semáforo a lomos de
lujosos deportivos, ensortijados, con chupas de cuero y elegantes señoritas en
el asiento del copiloto; además el cielo de Sevilla tiene un azul tan intenso,
que es difícil imaginarse esta ciudad en otro lugar del mundo.
Pasaron otros diez meses y otros y
otros y Michel seguía en el semáforo mostrando su perfecta dentadura a todo el
que quisiera pararse con él un instante, pero sus ojos ya no eran los mismos;
en ellos se adivinaba que algo no marchaba bien en el interior de aquel cuerpo
bonachón. Ya no estaba seguro de donde estaba mandando su dinero, tampoco
llegaba el momento de volver a ver a su familia, casi no sabía nada de sus
hijos y notaba que sus amigos le ocultaban algo, era como si quisieran hacerle
algún planteamiento importante, pero nadie se atrevía a dar el paso, nadie le
hablaba claro: ni en su idioma natal, ni en inglés, ni en el idioma español, que cada vez entendía
mejor.
Hasta que un día...
Fiel a su semáforo no lo abandonaba
nunca en circunstancias normales, parecía como si le hubiesen atado a aquella
columna, pero dejándose llevar por su generosidad, accedió a cambiar de lugar
por hacerle un favor a un compañero. Y en ese nuevo emplazamiento, en una de
las pasadas de los deportivos conducidos por sus hermanos, clavó sus ojos en
una de las elegantes señoritas que solían acompañarlos y se quedó pegado al
asfalto. El vehículo se detiene un poco más adelante y aquella señorita vuelve
la cara y lo mira por un instante. El vehículo arranca y Michel abre su robusta
boca para lanzar un alarido que se confunde con el infernal ruido de la calle.
Comienza a correr tirando por los aires el montoncito de soplanapias que con
tanto esmero llevaba en la palma de la mano; vuela su gorra en la carrera,
sortea unos cuantos coches y gana la acera sin perder de vista aquel deportivo
que se alejaba cada vez más y más. Es un milagro que no tumbe a nadie en sus
zancadas, pero su objetivo termina por difuminarse entre la maraña urbana y
acaba arrodillado en el suelo jadeando sin consuelo.
A sus amigos les cuenta lo sucedido,
pero ninguno se atreve a hablar. Saben las condiciones en la que están y la
inseguridad de sus movimientos, así que será él solo quien tenga que sacar
conclusiones. Ya no hay nadie al otro lado del hilo telefónico, nadie responde
a sus llamadas al continente africano.
Su mente es una olla en ebullición
"maldita sea esa negra y ojalá se muriesen quienes me trajeron hasta
aquí".
No le interesa el semáforo donde le
dijeron que tenía que trabajar, ni tampoco ningún otro; se vuelve
indisciplinado, nadie cree lo que cuenta de la chica del deportivo. No recauda
dinero, no tiene con qué pagar el alquiler, la comida o los chicles con sabor a
fresa que compraba en el kiosco de la
esquina. Vaga todo el día, a veces no regresa de noche a su casa, se habitúa a
sumarse a la cola del comedor gratuito y se hace amigo de un banco de la Avenida, al que raras
veces abandona y donde le van pasando los días sin que acierte a saber qué hace
allí. Su cabeza rapada es ahora una maraña de tirabuzones negros que empiezan a
confundirse con la barba como esas hiedras que están a su lado y que se atreven
a lanzar sus pequeñas raíces en los raídos pantalones de Michel. Cada vez son
más las horas que pasa pegado al banco, tendido de costado, con las rodillas
flexionadas sobre su pecho, en plena calle, a la luz de miles de ciudadanos que
pasan junto a él. Comienza a confundirse con el color del asiento, recubierto
todo el conjunto con una capa gris que levanta el incesante tráfico y junto a
él, siempre presente, un tetrabrik de vino de mesa con el cartel
sobreimpresionado de “oferta del día”.
Hola Arruillo, el final de tu relato me ha dejado llena de incertidumbre, me pregunto ¿quien era la señorita que iba en el coche? los amigos saben algo y no lo quieren comentar, la conclusión que saco, es que pudiera ser su esposa u otro familiar. El rumbo que tomó Michel después es inexplicable. Espero que me saques de dudas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarHola Conchi: gracias por tu comentario. A fuerza de ser sincero te digo que las lecturas que cada uno pueda hacer de un relato -al menos de los mios-, pueden ser muy diversos. Yo hago el planteamiento, lo demás corre por cuenta del lector. En tu caso coincidimos en la apreciación que haces con respecto a la mujer. Sobre el rumbo final del personaje, ya es cosa de cada cual. Espero no haberte liado más.- Besos
EliminarFluye muy bien el discurso, amigo. Pienso que está muy bien construido, o estruturado. De mucho gusto.
ResponderEliminarAbrazos
Gracias tocayo por pasar y dejar tu impresión sobre el relato.- Un abrazo
EliminarEs una triste realidad de tanta gente en los semáforos.
ResponderEliminarLo volveré a leer con más calma, pero me gusta.
Abrazos!!!
De acuerdo, Vero. Te debe sonar por otra publicación. Besos
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