jueves, 4 de febrero de 2016

Un avemaría y dos pensamientos sucios


Dentro del portal de Internet Tus Relatos estamos participando en una sana competición, en la que aporté este texto respondiendo al título de Un avemaría y dos pensamientos sucios. Pasó el reto y estoy en la siguiente ronda. Se trata de una adaptación de un relato que publiqué en su día en este blog, en marzo de 2009. Lo dejo a vuestra consideración, al tiempo que os animo a visitar el sitio mencionado.


Tiene unos labios que destacan sobremanera dentro de su cara de niño. Pero Michel mide uno ochenta y es padre de dos criaturas, que no ve desde hace diez meses. En lo alto de la bicicleta parece el pato Donald africano, con esas dos enormes bolsas del cortinglés, que le hacen tambalear el  manillar y de las que sobresale los montoncitos de papel soplanapias que ha encontrado de oferta en la tienda de todo a sesenta céntimos. Se pasa el día pegado al semáforo de la rotonda, esperando que paren los coches para pedir a los automovilistas que le compren su oferta; las tres palabras que le enseñaron a decir en español, son las imprescindibles para que la mayoría de la gente le diga que no, pero él insiste y pone cara de alegría y no cesa de chapurrear buena suerte, como punto final a cada una de sus plegarias, lo mismo le da que le miren con cara de asco, con desprecio, con sonrisas, o que no lo miren. Es hermoso desear buena suerte a todo el mundo, esté o no colaborando a ganarse ese sustento, que cada semana ha de enviar puntualmente a su familia, para que puedan sobrevivir, allá en ese punto del mapa ligeramente escorado hacia el Sur. Se pasa tanto tiempo pegado al semáforo, que está deseando llegar al piso, que comparte con otros colegas venidos antes que él, para echarse a dormir como un lirón, cosa que le entusiasma. Uno de ellos es su amigo que le trajo a España, le animó a dar el gran salto y le instruye sobre todo lo que debe hacer o decir en esta tierra, en la que espera poder sacar lo suficiente para paliar la pobreza de su familia, por eso Michel no se mueve de su puesto junto a la rotonda, y apenas conoce otro camino que el que le conduce al piso donde habita y a la zona comercial donde encuentra la oferta del día.
Llegó a España con tanta precariedad de papeles, que no se atreve a hacer otra cosa que no esté previamente calculada. Sabe que fracasar es dejar a su familia sin la posibilidad de salir de su país, para incorporarse a este otro continente donde todo parece tan distinto. Como un buen día le dijeron que rezase tres avemarías cada vez que llegara a completar diez euros de venta, él lo hace. Se lo aprendió de memoria y lo hace.
Michel viste bien, no va desaliñado y usa zapatos cómodos, no es que esté de compras por las tiendas de moda, lo que tiene son donativos de oenegés que él sabe rentabilizar y cuidar. La imagen es importante a la hora de conseguir el euro de los automovilistas – eso también se lo ha dicho su amigo –, y los buenos modos todavía es más importante aún. Da igual que éste no quiera colaborar, detrás hay otro y otro y otro más, un semáforo es una fuente continua de automóviles, furgonetas, camiones y no se cuantos vehículos más, potencialmente disponibles, y un mal gesto, una mala cara o un improperio, aunque sea en su lengua vernácula, puede dar lugar a que ten de lado, te pases toda la mañana pasmado de frío, y no saques ni para pagar los pañuelos, por muy de ofertas que estén.
Se tragaba la teoría cada noche antes de cenar, como si se tratase de un rezo budista imprescindible para poder ingerir los alimentos. Miraba a su amigo con ojos de lechuza y engullía las viandas del plato sin hacer asco ni a lo uno ni a lo otro; entre lo que encontraban de oferta y lo que les regalaban, apañaban unas comidas medio decentes, porque los céntimos había que mirarlos con lupa; no podía faltar el envío semanal, luego había que acudir al locutorio al menos cada diez días para saber si el dinero estaba llegando, si todo seguía igual allá por su país, si había algún problema de salud en su extensa familia, y si podía ahorrar algo para poder hacerles una visita.
El quería haber terminado sus estudios, y tener un profesión, pero las guerras próximas, los cambios políticos y el olvido del mundo exterior, hicieron que se quedara sin beca, sin trabajo y sin posibilidad de graduarse, con lo cual entraba en el continente blanco con los bolsillos vacíos y un dominio del inglés que de poco le estaba sirviendo en la rotonda que le había caído en suerte. Eso si, en el fondo ha tenido suerte, de entrar en un momento en el cual todo está perfectamente organizado: horario de trabajo, descanso semanal, vacaciones de verano y no injerencias competitivas por parte de otros colectivos, desaparecidos todos de la ciudad, como si se los hubiese tragado la tierra.
No le explicaron demasiadas cosas, y él tenía mucha hambre como para entrar en detalles, por eso apenas se fija en sus hermanos de piel, que de vez en cuando pasan por el semáforo a lomos de lujosos deportivos, ensortijados, con chupas de cuero y elegantes señoritas en el asiento del copiloto; además el cielo de Sevilla tiene un azul tan intenso, que es difícil imaginarse esta ciudad en otro lugar del mundo.
Pasaron otros diez meses y otros y otros y Michel seguía en el semáforo mostrando su perfecta dentadura a todo el que quisiera pararse con él un instante, pero sus ojos ya no eran los mismos; en ellos se adivinaba que algo no marchaba bien en el interior de aquel cuerpo bonachón. Ya no estaba seguro de donde estaba mandando su dinero, tampoco llegaba el momento de volver a ver a su familia, casi no sabía nada de sus hijos y notaba que sus amigos le ocultaban algo, era como si quisieran hacerle algún planteamiento importante, pero nadie se atrevía a dar el paso, nadie le hablaba claro: ni en su idioma natal, ni en inglés, ni en  el idioma español, que cada vez entendía mejor.
Hasta que un día...
Fiel a su semáforo no lo abandonaba nunca en circunstancias normales, parecía como si le hubiesen atado a aquella columna, pero dejándose llevar por su generosidad, accedió a cambiar de lugar por hacerle un favor a un compañero. Y en ese nuevo emplazamiento, en una de las pasadas de los deportivos conducidos por sus hermanos, clavó sus ojos en una de las elegantes señoritas que solían acompañarlos y se quedó pegado al asfalto. El vehículo se detiene un poco más adelante y aquella señorita vuelve la cara y lo mira por un instante. El vehículo arranca y Michel abre su robusta boca para lanzar un alarido que se confunde con el infernal ruido de la calle. Comienza a correr tirando por los aires el montoncito de soplanapias que con tanto esmero llevaba en la palma de la mano; vuela su gorra en la carrera, sortea unos cuantos coches y gana la acera sin perder de vista aquel deportivo que se alejaba cada vez más y más. Es un milagro que no tumbe a nadie en sus zancadas, pero su objetivo termina por difuminarse entre la maraña urbana y acaba arrodillado en el suelo jadeando sin consuelo.
A sus amigos les cuenta lo sucedido, pero ninguno se atreve a hablar. Saben las condiciones en la que están y la inseguridad de sus movimientos, así que será él solo quien tenga que sacar conclusiones. Ya no hay nadie al otro lado del hilo telefónico, nadie responde a sus llamadas al continente africano.
Su mente es una olla en ebullición "maldita sea esa negra y ojalá se muriesen quienes me trajeron hasta aquí".
No le interesa el semáforo donde le dijeron que tenía que trabajar, ni tampoco ningún otro; se vuelve indisciplinado, nadie cree lo que cuenta de la chica del deportivo. No recauda dinero, no tiene con qué pagar el alquiler, la comida o los chicles con sabor a fresa que  compraba en el kiosco de la esquina. Vaga todo el día, a veces no regresa de noche a su casa, se habitúa a sumarse a la cola del comedor gratuito y se hace amigo de un banco de la Avenida, al que raras veces abandona y donde le van pasando los días sin que acierte a saber qué hace allí. Su cabeza rapada es ahora una maraña de tirabuzones negros que empiezan a confundirse con la barba como esas hiedras que están a su lado y que se atreven a lanzar sus pequeñas raíces en los raídos pantalones de Michel. Cada vez son más las horas que pasa pegado al banco, tendido de costado, con las rodillas flexionadas sobre su pecho, en plena calle, a la luz de miles de ciudadanos que pasan junto a él. Comienza a confundirse con el color del asiento, recubierto todo el conjunto con una capa gris que levanta el incesante tráfico y junto a él, siempre presente, un tetrabrik de vino de mesa con el cartel sobreimpresionado de “oferta del día”.

7 comentarios:

  1. Hola Arruillo, el final de tu relato me ha dejado llena de incertidumbre, me pregunto ¿quien era la señorita que iba en el coche? los amigos saben algo y no lo quieren comentar, la conclusión que saco, es que pudiera ser su esposa u otro familiar. El rumbo que tomó Michel después es inexplicable. Espero que me saques de dudas.

    Un abrazo.

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    2. Hola Conchi: gracias por tu comentario. A fuerza de ser sincero te digo que las lecturas que cada uno pueda hacer de un relato -al menos de los mios-, pueden ser muy diversos. Yo hago el planteamiento, lo demás corre por cuenta del lector. En tu caso coincidimos en la apreciación que haces con respecto a la mujer. Sobre el rumbo final del personaje, ya es cosa de cada cual. Espero no haberte liado más.- Besos

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  2. Fluye muy bien el discurso, amigo. Pienso que está muy bien construido, o estruturado. De mucho gusto.

    Abrazos

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    1. Gracias tocayo por pasar y dejar tu impresión sobre el relato.- Un abrazo

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  3. Es una triste realidad de tanta gente en los semáforos.
    Lo volveré a leer con más calma, pero me gusta.

    Abrazos!!!

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    1. De acuerdo, Vero. Te debe sonar por otra publicación. Besos

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