Así comienza este relato que figura en el libro Bajo la luz de mi plaza /Otoño-Invierno
Lucía me dijo que la esperase aquí sentado y razón
tenía en el aviso.
El aire, si lo hubiese, sería cálido, venido de más allá del Estrecho,
del Sahara mismo; por eso la gente se agarra al vaso de cerveza como si fuera el
último sorbo de vida: de pie, bajo los focos, o sentado cada cual donde puede.
El camarero se pasea de un lado a otro tratando de salvar del olvido los vasos
de caña antes de que perezcan o se agoten las existencias tras de la barra.
Grecia no puede salir de la zona euro, sería el fin de la comunidad, enfoco mis
ojos en un grupo donde destaca un hombre de una larga melena recogida en una
cola, leo sus labios, dado que otra cosa no puedo hacer, me distrae otro que le
da la espalda, se parte de risa, ¿Al Qaeda aquí?, pero si la Feria ya pasó, podría estar
diciendo. Una persona diminuta, de edad indeterminada por la distancia, se
mueve entre la gente sin vaso en las manos, catorce vencejos pasan cerca de mi
cabeza dejándome un mensaje cifrado sobre la imposibilidad física de que se
choquen unos con otros, pero no lo entiendo, pegados a la pared de enfrente
cuatro mujeres beben lo que parece cerveza, picotean de un cartucho lo que
parecen patatas fritas y hablan de la mafia, Falcone, para mafia la que tenemos
aquí ¿es que se va a ir de rositas, Dívar?, me ha parecido entenderle a la más
joven de todas, que por cierto es la que le da los tragos más largos a lo que
quiera que sea que esté bebiendo.
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