A aquella encina que desperezó
sus ramas en el horizonte,
la saluda cada mañana
el rocío a ritmo de tango.
Yo quise desdoblar mis brazos
y el cielo se tornó rojizo;
silenciaron los tordos
de tu tejado.
Ya no transito la vereda
que se dirige a tu consola
ni sé el lugar de la cocina
donde dormita la pasta italiana.
Roncas trompetas presagian
como látigos malheridos
el llanto de esa encina,
la fístula sangrante al aire
inspira un fandango a capela
y una tórtola trae
una hoja morada en el pico
—de aquel ciruelo que plantamos—
aunque mi ventana refleje
el mismo endrino de tus horas,
aunque borbotee tu sangre
a impulsos de mi corazón,
una teja me impide
tocar el añil de las nubes.
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