Así comienza este relato, que forma parte del libro Bajo la luz de mi plaza
La tienda era pequeña. El turista entró ante la necesidad de seguir haciendo fotos. Su cámara digital se quedó sin batería, el móvil no era de última generación y el único aficionado del grupo familiar era él, así que la dependienta le endosó una cámara de cartón asegurándole que era genial: de usar y tirar, oiga, pero hace unas fotos que la gente vuelve encantada. Como no la entendía muy bien y tampoco tenía ganas de regresar al hotel, se conformó. Se llevó la cámara. Cuando cruzó la puerta y plantó sus sandalias en las losas del exterior, la dependienta extrajo de un cajón una libreta de anillas y marcó una cruz en el recuadro destinado a poner cruces. El turista situó a toda su familia en un banco de granito con la catedral de fondo. Sus rudas manos blanquecinas no acertaban a presionar de manera adecuada el diminuto botón negro que venía marcado en el impreso de instrucciones como punto en el que había que pulsar para realizar la foto.
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