PRÓLOGO
Como escribió Blaise Pascal “El corazón tiene razones que la
razón desconoce”.
Comienza este itinerario por Del corazón y otros paisajes,
leyendo en el iris un diario de a bordo, alumbra verde una mirada las huellas
nítidas del recuerdo, escribe el sentimiento a través de los sentidos. El mar
es una sucesión de latidos, sus esmeraldas líquidas invitan a la travesía,
insondables aguas, el horizonte es su promesa. De trenes, barcos, rincones de
populosas ciudades o aldeas apenas señaladas en un mapa, y nidos de águilas en
riscos
inaccesibles, se llenan las pupilas receptivas, la piel
curtida, bagaje que cabe en una mochila.
Se justifica un alto en el camino, una parada para reponer
fuerzas,
el ancla de un sueño reparador, cuando Rodríguez Infante
escribe “…hasta que mis rendidos
párpados/ cuelgan el cartel de cerrado”.
Y es que el cansancio del corazón no es poca cosa, nada
nimio, necesita de la energía vital de otro pulso, del roce de unas alas o de
un hermoso espejismo para continuar la marcha.
Una piedra labrada, cubierta de signos y musgo, nos transporta
a un tiempo remoto, al culto a alguna diosa primigenia.
Brotan: ironía, desenfado, reflexión y nostalgia, en la nube
humeante de una taza de café, en la pantalla de un ordenador, del mensaje
cifrado en una gota de ámbar, del ciego azar, de la punta de un lápiz que traza
el destino.
De Méjico al monte Olimpo, de La Vall de Boí al Himalaya,
peregrina el corazón, acepta los retos, no quiere rendirse porque es el motor
de la vida. Rodríguez Infante nos anuncia que “…el espacio está lleno de notas de carduelos/”. La música resbala
azul por la carpa de una celebración, los pájaros celebran el presente, dejan
su ofrenda.
En unos pocos versos nos traslada a los libros de
caballería: “Mándame lidiar con
dragones,/ anuda tu pañuelo verde/ en el extremo de mi lanza/. La bucólica
evocación en: “Tras la colina/ arde la
hoguera/ hasta que el canto de la alondra/ se posa en tu ventana/.” Un
sentimiento de comunión con el entorno y con el ser amado: “mirarme en el cristal/ de la flor que arde en tu pecho/ y respirar/
tan solo respirar/ por tus pulmones/.”
El autor nos invita a adentrarnos en la selva profunda del
corazón sin prejuicios, sumergirnos en las aguas de un cenote. Nos dibuja
paisajes como éste: “He visto un pueblo
fundido/ sobre los moldes de otro,/ he visto un río correr/ buscando el tronco
de Thor/ he visto la negra piedra/ dando cobijo al ladrillo/ y obreros que se
hablaban/ en áridas lenguas lejanas/.”
Aunque la métrica no coincida con el haiku en estos versos,
la idea sí le es cercana: “Hay rosas y
enredaderas/ y un mirlo que quiere unirse/ al juego de las miradas/.” Aspira el aire de un mundo real y promisorio
cuando se funde con la naturaleza, entre líneas nos susurra que la tierra es
nuestra gran madre y debemos protegerla de la codicia en el poema LXXIII: “Quiso el destino llevarme/ a tus orillas de
mar/ y aspiré con ansia el aire/ queriendo portar conmigo/ el limpio vuelo del
águila/”. El poema LXXX, que cierra el libro a modo de broche, es de fusión
con todo aquello que nos importa: “Abro
los brazos/ y dejo/ que me acaricien tus acículas/ quiero fundirme contigo/ en
el crisol de los tiempos/”
El viaje comienza, disfrútenlo.
María José Collado
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