Ella es de pelo blanco y él
de pelo negro. No tienen raza definida pero son fieles guardianes de la casa.
Sentados en la puerta, aguardan a que salgan sus dueños para hacer la ronda del
día por los contenedores del barrio. A veces tienen un hueso que roer, a veces
una botella de plástico y otras se mantienen pendientes a cualquier movimiento
de la calle. En algún momento emerge por el apuntalado pasillo la figura desgreñada
de un hombre de mediana estatura, que trata de no pisar todos los charcos de
agua que se acumulan en un rincón hasta encontrar un husillo por donde
perderse. Se dirigen hacia él moviendo el rabo, les deja unos cuantos pellejos
de chorizo y un trozo de pan duro y lo celebran gozosamente. En el interior
alguien grita, pero ellos están pendientes de los movimientos del hombre, de
sus órdenes de ver si coge el destartalado carro de tracción humana, o vuelve a
meterse el interior de aquella catacumba con balcones. Sus caras reflejan
nobleza y a nadie que pase a su lado asustan, pero hay una línea imaginaria en
el umbral de aquella casa que no traspasa cualquiera. Ella y él ─blanca y negro─,
tienen la clave de acceso.
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