La estancia es el duro
mármol de una puerta trasera que nunca se abre, porque el edificio está en
desuso. Tiene la ventaja con respecto a los cajeros automáticos, que no te
despiertan a altas horas, ni te dan patadas en los riñones, ni tienes que
soportar los trepidantes ronquidos del compañero de arriba. Te levantas con las
primeras luces o con el canto del mirlo, que utiliza como posadero matutino el
balcón de la señora del primero que lo tiene como una jungla. Si no ha llovido
demasiado, le das una vuelta al cartón-sábana y queda listo para la hora de la
siesta, si fuera menester, o si no para cuando llegue la hora de acostarse ─si
es que llega─ .Ni que decir tiene que el tajo está cerca: en cuanto queda un
hueco libre de aparcamiento, te colocas la gorra (amarilla), el paraguas en el
antebrazo y el silbato entre los labios. No hay que olvidar una vuelta por los
contenedores por si se puede mejorar la oferta del ajuar: el último
cartón-edredón resultó demasiado pesado y aunque aislaba de la humedad, hacía
sudar lo suyo. A la una hay que estar en la cola del comedor y por la tarde
conviene dar una vuelta por el Más y Mas que dicen los colegas que hay ofertas
de tetra-brik. Y mañana hay que madrugar, que las monjas del hospicio reparten
ropa. Lo de los cartones tendrás que dejarlo porque cada vez que reúnes una
carga, te la terminan robando; lo tuyo es aparcar coches, que es trabajo
limpio. Y déjate de sutilezas en tu estancia que como la pongas demasiado
atractiva, terminarás perdiéndola: ya sabes cómo es la gente. Apáñate con los
cuatro cartones y no te preocupes por el desahucio, que se trata de un edificio
oficial. Buenas noches.
Ya sabes cómo es la gente...
ResponderEliminarBuen micro.
Besos.
Una triste realidad de nuestros días Arruillo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Asi es, Conchi. Gracias por dejar tu comentario. Un abrazo.
ResponderEliminar