Era el
mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos,
la
edad de la sabiduría, y también de la insensatez;
la
época de las creencias y de la incredulidad;
la
estación de la luz y de las tinieblas;
la
primavera de la esperanza
y el
invierno de la desesperación.
Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada (...)
Charles Dickens. Historia de dos ciudades. Capítulo I
Procede José Rodríguez Infante de una tierra fronteriza con
estirpe de caballeros templarios, de encinares y de tormentas abrileñas. Dice
la leyenda que el nombre de su pueblo deriva de cierto mago que recogía
misteriosas hierbas curativas en los campos a la luz de la luna. Nuestro autor
ama la naturaleza y ama la vida, tiene un cierto aire de filósofo cosmopolita y
de espíritu libre. Quizá también tenga un poco de chamán, de esos que han sido
siempre capaces de ver más allá de las cosas tangibles, al otro lado de las
vanas apariencias e imposturas de la época en que les tocara vivir y que, al
fin y al cabo, no había sido tan diferente a cualquier otra época de la
historia de la Humanidad. Su apariencia asimismo tiene algo de quijotesco, de
esa bondad natural y limpia que tan sensible hacía al caballero de triste
figura a las injusticias nuestras de cada día. Una rara melancolía y serenidad
al modo quevediano le hace transmitir sosiego a su persona, quizá solo aparente
en cuanto adivinamos un intenso y tremendamente rico mundo interior, pero que
no deja de producirnos en quienes lo conocemos un sentimiento realmente
entrañable y acogedor.
Este
escritor de raíces amplias, aguda sonrisa y mirada entre sabio ermitaño y niño
travieso al que raramente consiguen coger en falta, no es un hombre nuevo en
esto de las letras. Ha publicado bastante y de buena factura, y su actividad
creativa e intelectual es incansable. Poeta y juglar de la cotidianidad y de la
experiencia, nos ofrece en esta ocasión un libro -el séptimo en total y el
tercero de relatos- con quince narraciones donde se nos revela, una vez más, como testigo
lúcido y cabal no solo de las actitudes humanas intemporales -al fin y al cabo,
las personas hace miles de años que seguimos siendo las mismas-, sino también
de una sociedad convulsa que, en su desmesura e indiferencia al dolor ajeno,
cae con frecuencia en la iniquidad.
A lo largo
de sus quince historias, en Bajo la luz
de mi plaza vemos crudeza y rebelión, ternura y desamparo; están presentes
la solidaridad y el humor en blanco y en negro. Hay historias de rabia y
superación, premoniciones, personas que juegan a crear historias, intriga y
esperanzadas desesperanzas... Abunda la censura, la crítica inteligente e
indirecta a los prejuicios de quienes afirman no tenerlos. Se reivindica el
amor como arma frente a un sistema injusto e inmisericorde; pero también el
desamor aparece como única salida para quienes quieren seguir viviendo de cara
a los demás, aunque el precio sea la renuncia al derecho de ser felices.. Es la
viña del Señor y de los reyes y de quienes, maltrechos y patéticos, creen
serlo... Pero sobre todo en esta obra hay vida, mucha vida. El marco, hilo
conductor de los relatos, es una plaza, como recuerda el título, donde se
cruzan personajes diferentes, existencias diversas tomadas aparentemente al
azar y que el autor consigue diseccionar y analizar al detalle. Es como si lo
que pareciera un enjambre contemplado desde arriba, fuera cobrando personalidad
y concreción conforme nos acercáramos, entrando en la existencia e intimidad,
por unas horas o unos días, de los personajes. Se trata, pues, de historias corales,
con la plaza, un mundo en sí y reflejo del mundo real, como fondo. Se
entresacan de entre esa multitud seres -unas veces humanos, otras no- que
interactúan en grupo o en pareja -a veces, sencillamente en soledad
compartida-, pero sin perder de vista su entorno inmediato. Es un ejercicio de
minucioso análisis de fuera hacia dentro de individuos de una rica y variopinta
especie, cada cual con toda una vida por detrás. Las historias de nuestro libro
unas veces acaban bien, otras no, pero en todas reconocemos una autenticidad
conocida y reconocida por todos.
El estilo
es conciso, directo, descriptivo, pero también tremendamente gráfico. Es la
realidad la que habla bajo el prisma irónico de un autor que sabe que la vida
es a veces tan seria que debemos describirla o reescribirla en tono de humor,
haciendo uso de esa especie de “espejos deformantes” que se complacen en
utilizar los escritores de una sociedad, la nuestra, que no suele resistir
mirarse a sí misma como verdaderamente es.
El autor
no es un autor imparcial, sino testigo
implicado que a veces expresa una cierta melancolía ante lo irremediable de los
acontecimientos. Es clara su capacidad para percibir cosas que no perciben los
demás, pero sobre todo es notable su capacidad de hacernos reflexionar, tal
como él ha hecho, sobre las situaciones y los protagonistas de este ir y venir
existencial...
En la vida
de casi todos nosotros ha habido una plaza. En las plazas de nuestra infancia
empezábamos a jugar a vivir. En ellas se comenzaba a tomar conciencia de la
vida, de egoísmo, de la envidia, del deseo de mar y ser amado... de lo mejor y
de lo peor. Allí también, con frecuencia, dejábamos de ser niños...
En la obra
he reconocido espacios y figuras de mi niñez en sepia: el albero de terraza
baldeado, el mendigo que insulta a todos desde lejos, las protestas
vecinales... Me ha dado la sensación de que he vuelto a contemplar un pasado
que no ha dejado de hacerse presente en mí, en mi plaza, en mi ciudad... A
ustedes les pasará lo mismo.
Disfruten
de la lectura de este libro que tantas cosas tiene para hacerles pensar, reír,
llorar... Es la vida. A este respecto, me
quedo con las primeras palabras con que se abre el primer relato: “Mi plaza
tiene un reloj en forma de luna llena que cada quince minutos les recuerda a
los presentes lo efímero de la vida...”
Tomás
Sánchez Rubio
¡Felicidades amigo! Pintan muy bien esas historias. Es verdad que todos tenemos una plaza que nos vio crecer y prepararnos para vivir.
ResponderEliminarUn abrazo Arruillo.
Gracias, Conchi. Hablan por si solas. Cuídate, fuerte abrazo.
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