viernes, 16 de agosto de 2024

El prestidigitador

 


Así comienza este relato que forma parte del libro "Bajo la luz de mi plaza / Otoño-Invierno"

Cuatro

Desde el banco de madera observaba el giro que efectuaba aquella grúa que sobresalía por encima de las palmeras y de la cúpula del hotel. Los transeúntes se detenían para llevarse un recuerdo en su cámara de fotos. La mezcla entre el avance de los tiempos en forma de brazo articulado de gigante y la arquitectura propia de los años veinte, creaba una atmósfera que no pasaba desapercibida. Como además llegaba el refrescante gorgoteo del agua de la fuente, la tentación resultaba imposible de superar. Los transeúntes se paraban, miraban todos en la misma dirección y presionaban el disparador de sus cámaras de foto. Cuando el grupo era considerable, Julián, sentado de espaldas a la zona de bares, extraía de una bolsa un pliego de papel y con parsimonia elaboraba un cucurucho que sostenía en su mano izquierda; luego se quitaba el sombrero y lo colocaba en la parte descubierta del cono. Hasta ese momento nadie le prestaba atención, las fotos tenían preferencia, pero cuando él creía que había llegado su momento, inclinaba la cabeza, manipulaba el sombrero y emitía un sonido gutural tan insospechado que bien parecía que portaba en sus manos una partida de pollitos. Alguien se percataba de la situación, miraba, se lo decía a otro y éste a otro. Así hasta que se animaban y acudían al reclamo de Julián, que sabiéndose observado aumentaba el volumen de su reclamo como si de repente estuviesen brotando pollos del cucurucho mágico. Cada vez tenía más gente observándolo. La grúa ya no resultaba interesante, el centro de interés de la plaza estaba ahora bajo el influjo de Julián que se movía, se asomaba por debajo del sombrero y hacía que la camada de pollitos estuviese cada vez más revoltosa. El corro a su alrededor crecía. Nadie veía nada, tan solo los movimientos de aquel personaje diminuto que mantenía el centro de atención en el cucurucho mientras silbaba entre dientes sin mover un solo músculo de la cara. Ya era el dueño de la situación, se movía de aquí para allá, giraba sobre sí mismo y se detenía delante de cualquiera para acercarle delante de los ojos el manojo de pequeñas criaturas que portaba en sus manos. La gente se lo pasaba en grande, preguntaban unos a otros cómo lo hacía; había quién aseguraba que los pollitos tenían plumones amarillos, otros que se los había pintado de verde. Un niño afirmaba que le picaron, una señora quería comprar media docena. El público se relajaba, se divertía, fijaba su atención en el sombrero a la espera que de un momento a otro saliese volando impulsado por el motor de unas pequeñas aves y en el éxtasis del paroxismo, cuando los aplausos eran más sonoros, Julián daba el triple salto mortal: elegía la carnaza más adecuada, cogía el sombrero, lanzaba al aire el pliego de papel e introducía en su bolsa la bolsa ajena. Todos seguían pendientes del trozo de papel, buscaban explicaciones y no salían de su asombro. Julián se plegaba en señal de agradecimiento y en pocos minutos estaba dentro del tranvía que por esas fechas decoraba sus laterales con imágenes de un gran circo que visitaba la ciudad. Vida de artistas.

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