86 Como todas las cosas tienen su momento, ha llegado el de la segunda parte de ese intrigante relato en el que nos tiene metido Gon, que hoy no puede venir, pero que se lo quiere dedicar a Izaskun
EL TELÉFONO (2)
.../Viene de El Teléfono(1) A la mañana siguiente, ella se había levantado temprano y lo había dejado solo, porque tenía que ir de visitas, y en esos menesteres prefería valerse por si misma porque si no, aquello no se acababa nunca, la familia era extensa y él nunca tenía valor suficiente para decir “nos vamos”, así que se hacían interminables. Lo mejor era ir sola y cubrir el expediente de la forma más decente posible, siempre habría una excusa para justificar su ausencia. Así que cuando él se levantó, se preparó el desayuno y en el momento de hincarle el diente a la media tostada de pan de pueblo con aceite y jamón, sonó el teléfono. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Ahora si que no había justificación posible; ni era de noche, ni estaba dormido, ni había posibilidad de otro timbre, porque en la casa no había más artilugios que se prestasen a la confusión. Dejó el desayuno para otro momento y en dos zancadas se presentó en el salón, y descolgó el teléfono con toda la energía del mundo:"Diga!”Vociferó en el auricular. Al momento se la doblaron las piernas y resbalándose por la pared llegó con el culo al suelo encogido como un ovillo. El auricular quedó colgando en el aire, describiendo un ligero balanceo de la pared a la mesita girando al mismo tiempo derecha izquierda, izquierda derecha, cada vez de forma más débil. Él se fue recuperando poco a poco del tremendo susto, y aunque se había meado encima, no le molestaba la humedad; tembloroso volvió a coger el aparato y cerrando los ojos se lo colocó en el oído. No había duda, al otro lado del hilo telefónico se escuchaba una voz, una voz melosa y agradable que él conocía muy bien: era la voz de su padre.
Comenzaron a charlar: el abuelo como no podía ser de otra manera, enseguida se interesó por sus nietos, por su edad – las cuentas no les salían ya muy bien -, si estudiaban o trabajaban, si tenían novia o novio. Él tuvo que entrar al trapo de la conversación, a pesar de que un desagradable olor a pan tostado se había instalado en el comedor. El menor de sus hijos, más grande que una torre, estaba atravesando una etapa donde sólo le interesaba la playstation y el grosor de los bocadillos que engullía, estudiar o trabajar eran verbos de difícil conjugación, y claro el abuelo no llegaba a entender de qué le estaba hablando su hijo, en su casa fueron siete hermanos que no pisaron la escuela, y que desde el primero hasta el último se habían pasado toda su vida dándole al callo, “tú mismo, conseguiste ir al colegio porque surgió aquella beca que te pagaba hasta la comida”, le decía a su hijo. Éste – algo más sereno, pero meado todavía – le rebatía que también porque tuvo mucha fuerza de voluntad y dejó muchas tardes y muchas noches los codos clavados en la mesa de estudio, que si no, mira su hermano mayor, nunca llegó a terminar nada. “Tu hermano porque no servía para eso de los libros, pero mira como supo buscarse la vida y lo bien que se colocó, porque ¿seguirá colocado, no?”, “Si, si papá, sigue colocado”. Él miraba de vez en cuando a los cuatro rincones del salón comedor, buscando alguna cámara oculta o algún cable que delatase la presencia de cualquier elemento artificial, que aclarase esa absurda situación; tampoco se atrevía a colgar el teléfono, porque la conversación era muy interesante, y además podía mosquearse el viejo, que nunca llevó bien eso de que lo dejasen con la palabra en los labios. “En casa de tu abuelo, no faltaba un bollo que llevarse a la boca, ni unas sandalias que ponerse; eso si, desde el primero hasta el último arrimaba el hombro”. “Y cuando usted andaba entre nosotros tampoco, lo que ocurre es que hemos ido tan de prisa, y nos hemos ocupado tanto del bienestar de nuestros hijos, que no hemos tenido tiempo de pararnos a pensar ni en qué es eso del bienestar”. “Explícate, que ya no me funciona bien el oído derecho”. Él se explicó, y conforme lo iba haciendo se daba cuenta de que sus hijos tampoco estaban ya con él, aunque seguían en su casa, los tenía a su lado y nos los veía, apenas sabía muy bien a que se dedicaban porque charlar, charlar lo que se dice charlar, no charlaban. En la casa siempre había algún instrumento haciendo ruido, de modo y manera que nunca era el momento adecuado para intercambiar más de tres frases seguidas. “Demasiadas comodidades me parecen a mí esas” – escuchaba en un tono de regañina - . “Nos hemos pasado unos cuantos pueblos en el intento de hacerles la vida feliz”. Él se daba cuenta de que la mayoría de los jóvenes lo tienen todo por delante, no necesitan esforzarse para tener un ideal en la vida, así que salvo honrosas excepciones se habían acomodado y ¡a vivir que son dos días! Las orejas las tenía calentitas y rojas como la cresta de un gallo, así que carraspeó varias veces seguidas, a ver si la charla terminaba ya, porque allí y en esa postura tenía difícil solución el asunto generacional, porque además él en el fondo pensaba, que en todas las épocas se ha producido choques entre padres e hijos, es cosa de la edad y el que no se había rebelado de una forma lo había hecho de otra, y a la generación de ahora, la rebeldía le había dado por hacer de okupas de las casas de sus progenitores, que para algo se la habían puesto tan bonitas y con tantas comodidades.Unos golpes en la puerta le hicieron incorporarse del suelo y colgar el teléfono automáticamente.
Su mujer había terminado la ronda familiar y volvía a la casa. Como un rayo se fue a la ducha, abrió el grifo y se echó por encima una toalla de baño, luego se dirigió a la puerta de entrada y trató de explicarle que lo había hecho salir del cuarto de baño por no llevarse la llave de la puerta y que con el frío que hacía, que vaya tela y todo lo demás. Ella no le prestó demasiada importancia, aunque lo de la tostada y el café le pareció un poco raro, pero entre la faena que aún quedaba por hacer y la copita de anís que se había tenido que meter entre pecho y espalda, porque la tía-abuela era lo más pesado del mundo, fue incapaz de coordinar o ponerse a averiguar que estaba pasando allí.
Comenzaron a charlar: el abuelo como no podía ser de otra manera, enseguida se interesó por sus nietos, por su edad – las cuentas no les salían ya muy bien -, si estudiaban o trabajaban, si tenían novia o novio. Él tuvo que entrar al trapo de la conversación, a pesar de que un desagradable olor a pan tostado se había instalado en el comedor. El menor de sus hijos, más grande que una torre, estaba atravesando una etapa donde sólo le interesaba la playstation y el grosor de los bocadillos que engullía, estudiar o trabajar eran verbos de difícil conjugación, y claro el abuelo no llegaba a entender de qué le estaba hablando su hijo, en su casa fueron siete hermanos que no pisaron la escuela, y que desde el primero hasta el último se habían pasado toda su vida dándole al callo, “tú mismo, conseguiste ir al colegio porque surgió aquella beca que te pagaba hasta la comida”, le decía a su hijo. Éste – algo más sereno, pero meado todavía – le rebatía que también porque tuvo mucha fuerza de voluntad y dejó muchas tardes y muchas noches los codos clavados en la mesa de estudio, que si no, mira su hermano mayor, nunca llegó a terminar nada. “Tu hermano porque no servía para eso de los libros, pero mira como supo buscarse la vida y lo bien que se colocó, porque ¿seguirá colocado, no?”, “Si, si papá, sigue colocado”. Él miraba de vez en cuando a los cuatro rincones del salón comedor, buscando alguna cámara oculta o algún cable que delatase la presencia de cualquier elemento artificial, que aclarase esa absurda situación; tampoco se atrevía a colgar el teléfono, porque la conversación era muy interesante, y además podía mosquearse el viejo, que nunca llevó bien eso de que lo dejasen con la palabra en los labios. “En casa de tu abuelo, no faltaba un bollo que llevarse a la boca, ni unas sandalias que ponerse; eso si, desde el primero hasta el último arrimaba el hombro”. “Y cuando usted andaba entre nosotros tampoco, lo que ocurre es que hemos ido tan de prisa, y nos hemos ocupado tanto del bienestar de nuestros hijos, que no hemos tenido tiempo de pararnos a pensar ni en qué es eso del bienestar”. “Explícate, que ya no me funciona bien el oído derecho”. Él se explicó, y conforme lo iba haciendo se daba cuenta de que sus hijos tampoco estaban ya con él, aunque seguían en su casa, los tenía a su lado y nos los veía, apenas sabía muy bien a que se dedicaban porque charlar, charlar lo que se dice charlar, no charlaban. En la casa siempre había algún instrumento haciendo ruido, de modo y manera que nunca era el momento adecuado para intercambiar más de tres frases seguidas. “Demasiadas comodidades me parecen a mí esas” – escuchaba en un tono de regañina - . “Nos hemos pasado unos cuantos pueblos en el intento de hacerles la vida feliz”. Él se daba cuenta de que la mayoría de los jóvenes lo tienen todo por delante, no necesitan esforzarse para tener un ideal en la vida, así que salvo honrosas excepciones se habían acomodado y ¡a vivir que son dos días! Las orejas las tenía calentitas y rojas como la cresta de un gallo, así que carraspeó varias veces seguidas, a ver si la charla terminaba ya, porque allí y en esa postura tenía difícil solución el asunto generacional, porque además él en el fondo pensaba, que en todas las épocas se ha producido choques entre padres e hijos, es cosa de la edad y el que no se había rebelado de una forma lo había hecho de otra, y a la generación de ahora, la rebeldía le había dado por hacer de okupas de las casas de sus progenitores, que para algo se la habían puesto tan bonitas y con tantas comodidades.Unos golpes en la puerta le hicieron incorporarse del suelo y colgar el teléfono automáticamente.
Su mujer había terminado la ronda familiar y volvía a la casa. Como un rayo se fue a la ducha, abrió el grifo y se echó por encima una toalla de baño, luego se dirigió a la puerta de entrada y trató de explicarle que lo había hecho salir del cuarto de baño por no llevarse la llave de la puerta y que con el frío que hacía, que vaya tela y todo lo demás. Ella no le prestó demasiada importancia, aunque lo de la tostada y el café le pareció un poco raro, pero entre la faena que aún quedaba por hacer y la copita de anís que se había tenido que meter entre pecho y espalda, porque la tía-abuela era lo más pesado del mundo, fue incapaz de coordinar o ponerse a averiguar que estaba pasando allí.
Muchas, muchísimas gracias por la dedicatoria. ¿Le ocurre algo a Gon o es que está muy liado con el jefe? Desde luego es para mearse de miedo lo de encontrarte a tu padre en el teléfono... ¡estaré pendiente del desenlace!
ResponderEliminarBesos a todos, y a Nerea, claro.
Muy buena la situación.
ResponderEliminarLo más absurdo puede plantearse muchas veces como lo más normal del mundo. Y es muy inquietante...
Te hago los comentarios en PsP. Abrazos. Te llamo pronto.
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