65 Gon, imagino que estarás contento con la irrupción de Aires de crisol, a la que creías desaparecida, ¡Por supuesto Alba, muy contento!, yo que me alegro, pero ahora a lo que vamos: final del último relato que teníamos pendiente…
CAFETERÍA ESTEPONA (y2)
.../...Viene de Cafetería Estepona (1)
Lo que parece una madre y un hijo hacen acto de presencia por entre las mesas, suplicando unas monedas para dar de comer a algún familiar y seguramente a ellos mismos. Ella es la que chapurrea algunas palabras sueltas en español, mientras que el mozo – algo desaliñado – teclea un instrumento musical del que salen unas notas enlatadas que suena a popular. No obtienen demasiado éxito, pero a ellos les gusta pasar por este Café, porque aquí no hay camareros que le recriminen su actitud, invitándoles a que dejen a la clientela en paz. Han llegado de centroeuropa, pero aún no consiguieron encontrar un trabajo regular que les permita abandonar la tarea de mendigar.
La gente en el Café Estepona entra y sale con los vasos en la mano, y tan sólo de vez en cuando una muchacha de origen indio viene con la prisa reflejada en su rostro recogiendo las mesas, depositando todo el menaje en un barreño de plástico, y pasando a velocidad de rayo una bayeta amarilla por la mesa de turno.
Aunque el cielo amenaza lluvia, la clientela permanece en su sitio cada cual enfrascado en la conversación que corresponda; si finalmente apareciera el agua, ya habrá tiempo de levantar el campo y dejar la charla para mañana, que tampoco es cosa de solucionar todos los problemas en una tarde, y además si lo hablan todo hoy ¿qué van a dejar para mañana?
En una de las puertas de acceso a la cafetería existe un caballito mecánico que de vez en cuando relincha, al tiempo que se encienden unas luces de colores en la base donde se apoya su tronco, acompañando de fondo el sonido de un galope vigoroso, que deja con la boca abierta a un crío vestido de blanco y verde, mientras su madre mece el carrito donde duerme su hermano menor. No se pierde detalles de los movimientos del brioso corcel de mirada azucarada, y junto a él una niña de color, con la cabeza llena de tirabuzones hábilmente sujetos por cintas de arco iris, parece que se le van a salir los ojos de las órbitas. Dos metros más allá una mujer de piel oscura, vestido de tubo y tocado en la cabeza a base de una especie de turbante colorista, la vigila sin parar de hablar en agudo, con otra mujer de su misma raza, que lleva en la mano una bolsa del Lydl.
Un grupito de peruanos espera en la puerta de la cafetería, la llegada de dos mujeres cargadas con grandes bolsas, de esas que luego abren magistralmente en cualquier esquina y ofrecen sus jerséis, gorros, bufandas y ponchos de llamativo colorido. Lo que más llama la atención de ellos es su estatura, son bajitos de tez tan morena como si se hubiesen pasado toda la vida a pleno sol. Se les nota moverse como con miedo y sus voces apenas son perceptibles, salvo que uno se encuentre muy cerca de ellos.
“La Cafetería Estepona de hace unos años no se parece en nada a ésta de hoy en día; antaño se hablaba español, con acento andaluz, por cada una de las mesas y de vez en cuando aparecía una gitana con el niño en la faldiquera ofreciéndote una ramita de romero, que verá usté la suerte que le va a dá” – le dice Joaquín a su amigo José María, saboreando un delicioso farias -. “Ya lo desía yo hase trej verano: daquí unoj año Ejpaña ej Africa” – responde José María acomodado gracilmente en una copa de coñac.
Como el agua no acaba de llegar, el bullicio va en aumento en torno a las mesas y en el interior, tras de la barra sudan como cosacos los tres camareros que son sutilmente controlados por la dueña del negocio, sentada junto a la caja y con unas lentes bifocales colocadas a media nariz.
El caniche termina por zafarse de su atadura, y en su veloz carrera tras de los chiquillos asusta a la niña de color, que sin saber que hacer se precipita al filo de la calzada, en el preciso momento en que los jóvenes motoristas ejecutan una de sus cabriolas. El alboroto, los gritos y la confusión convierten a ese punto de la calle en un hormiguero. Al poco uno de los marroquíes corre calle arriba con el cuerpo de la niña cruzada en sus brazos, mientras las cintas de arco iris son pisoteadas por la multitud.