La casa de uno es ese lugar con historia en el que el tiempo
transcurrido cuenta y de qué manera. Vean si no: Auque no nací en ella, lo
cierto es que desde bien temprana edad la habité. En ella conocí a mi abuela
materna en sus últimos días, trayéndome la memoria de un salón lleno de gente a
altas horas de la madrugada y una habitación donde se velaba el féretro, no
sabiendo muy bien de qué iba aquello. Fueron mis primeras impresiones.
Muchos recuerdos personales hasta que a principio de los
años setenta me trasladé a la gran ciudad y desde entonces se convirtió en
lugar de visita obligada puesto que allí permanecieron mis padres hasta el
final de sus días. Por ella corretearon mis hijos. En sus tres habitaciones
cabíamos todos, aunque lo que resulta menos creíble es que cupiésemos una panda
de diez adultos y no se cuantos niños. Y es que ese “soberao” o “doblao” —como
se dice por esta bendita tierra— era como un arca de Noé que daba acogida a
cuantas parejas quisiesen entrar en él: una colchoneta, un saco de dormir y
asunto solucionado. El patio, el corral, la chimenea de la cocina y la vida al
aire libre hacían el resto.
Hasta que le llegó el momento de la gran transformación: la
casa creció en altura y el “doblao” se fue convirtiendo poco a poco en un lugar
cada vez más acogedor, con camas, mesas, sillas, armarios, sin llegar nunca a
perder ese sabor a rancio, a otros tiempos, con pequeñas muestras de apeos de
labranza, artilugios rurales y algún que otro elemento que contribuyen a
alegrar la vista.
Por la casa de la
Calle del Barrio, desfilaron los alumnos del Curso de
Iniciación a la
Ornitología, del Curso de Botánica y cuantos amigos lo
consideraron oportuno con motivo de las fiestas navideñas, puentes festivos o
fines de semana con encanto. Y allí estaba ella, con sus dos habitaciones
principales, sus tres secundarias, su amplio salón, sus paredes de tierra
prensada, su patio con asientos de sol y de sombra alrededor de una mesa
comunitaria. Sobremesas de charlas inacabables, bailes y saraos de toda índole,
encuentros que nunca quedarán en el baúl de los recuerdos.
Y aún le quedan fuerzas a sus muros para acoger a gente
desconocida, que sin querer le dan calor, abren puertas y ventanas permitiendo
que penetre el aire de esa calle que cuando sopla el viento del Norte, se
hielan las palabras, pero cuando se deja caer el Sol de mediados de Julio, del
bravo estío del Sur, el termómetro se contiene y el grado de confortabilidad
sube muchos enteros.
Y así un año y otro ¿más de cien? No lo se con certeza
porque papeles oficiales hay pocos. Lo que si se es la enorme cantidad de gente
que por ella han desfilado y que de una u otra manera han marcado su fisonomía
y van dejando una huella en mis entrañas que será difícil poder olvidar.

Una casa que respira paz por los cuatro costados.
ResponderEliminarSe ve que la habitan seres acogedores.
Un abrazo muy grande José
Paz por los cuatro costados, te lo aseguro.- Gracias, Marisa, por la visita y tu comentario.- Un abrazo
EliminarQué bien, amigo. Sí, muchos recordamos con amor la casa de la infancia. En la que yo nací, pasó a ser la de unos tíos, y hoy la habitan primos. Es una suerte, porque siempre puedo regresar a ella. Como siempre, de mucho gusto.
ResponderEliminarAbrazos
Me alegro que puedas seguir regresando a esa casa, tocayo, es un placer dificil de explicar.- Un abrazo
ResponderEliminarDa gusto pensar en una casa con la que has compartido casi toda tu vida y que aún sigue viva. Y para quienes vivimos en un piso, da mucha envidia una casa con patio y a ras de tierra.
ResponderEliminarUn abrazo.
Y que lo digas, Luisma. Un abrazo
ResponderEliminar