martes, 21 de abril de 2009

La Encina Gorda (2)





52 Aunque no en la medida que al jefe le gustaría, las críticas están llegando y ya se nos está haciendo el cuerpo al nuevo traje que lucimos, sabíamos que esto era cuestión de paciencia, así que todo el mundo está contento con la labor desarrollada hasta ahora, así que para no dilatar más el preámbulo, voy a colgar la segunda parte de ese relato que teníamos de la semana pasada, ¡que les aproveche!.




LA ENCINA GORDA (2)
Viene de La encina gorda (1)

A sus pies discurre la vía pecuaria que viene del país vecino y se adentra zigzagueante por la enorme finca de Don Pedro Mejías, buscando el interior de la provincia. En su sombra descansarían en otros tiempos tantos y tantos caminantes, que sería larga la lista si hubiese que enumerarlos a todos. Y como no, esa multitud de romeros que camino de Santa Rosa hacían parada obligatoria para alegrar las gargantas, y arrimarse bailando por sevillanas a la morena de ojos rajaos que aún no había encontrado novio. Los más pequeños y ágiles aprovechaban la parada, para trepar por sus ramas y encaramarse allí donde parecía imposible que estas no se quebrasen. Siempre verde, siempre cubierta de pequeñas hojas resistentes y protectoras contra las inclemencias veraniegas. Marcar en ella una fecha o dibujar un corazón no era posible; esa corteza tan áspera y agrietada tan sólo permitía el paso de las hormigas cabezonas, que en su interior alucinaban con aquellos laberintos que podían formarse a lo largo de tantos metros de corteza. Era difícil marcar nada, pero Felipe se las ingenió –el amor mueve fronteras –, para hacer de la Encina Gorda su tótem sagrado: en aquella grieta semioculta pero profunda, que se hallaba en una de las ramificaciones mirando a la ribera, fue depositando las cartas que su amada le escribía, que leían aprovechando la sombra, y que luego depositaban allí como si la encina fuese mudo testigo de los momentos más felices de sus vidas. En otoño, cuando los prados se cubrían de escarcha mañanera y el petirrojo jugaba con la gente al escondite, los mozalbetes se colocaban alrededor de su cintura unos cuantos cencerros de distintos tamaños, y correteaban por las calles del pueblo en un concierto sonoro, que casi siempre llevaba a la fabulosa explanada presidida por la gran encina. Era el momento de la cosecha de bellotas, y el tributo que tenía que pagar Don Pedro Mejías para que fueran esos zagales los primeros en probar los frutos de ese año; él tenía cientos de encinas más con las que alimentar a sus cerdos. Se danzaba alrededor de su tronco, se colgaban columpios con gruesas sogas de esparto y se cantaban coplas alusivas a los dones de la madre Naturaleza. Nadie lo percibe, pero la encina es ya unos centímetros más alta y más ancha que el otoño pasado, y sus raíces han experimentado un crecimiento radial que la hacen mucho más fuerte si cabe, de cara a una eventual racha de viento de esos que llaman tornados y que a veces tiran de las encinas hacia arriba, extrayéndolas de la tierra como si fueran un manojo de rábanos, dejándolas tendidas en el suelo con todas las terrosas raíces a plena luz.
Felipe era ajeno a todo esto, él sólo tenía ojos para su amada.
—Sebastián, no te puedes imaginar el alucine que traigo con Manuela. Lo mal que estaba cuando me decías lo de los celos, y el puntazo que he cogido que sería capaz hasta de saltar por encina de la encina gorda.
—No seas exagerado Felipe, que es mucha encina lo que aquí hay. Ten cuidado con los amores, que lo que hoy parece dabuten, mañana se te puede torcer y entonces más dura será la caída.
— ¡Que va, que va! Aquí hay mucha tela y estoy tan contento que me siento con ganas de darle dos abrazos con todas mis fuerzas hasta que se me señalen las manos. ¡Mira como aprieto, mira!




.../...Continúa en La encina gorda (y3)

1 comentario:

¿Y ahora qué? ¿No me vas a decir nada?