martes, 25 de agosto de 2009

La Virgen de las Nieves (1)


94 No te preocupes Aires, que tendrás cumplida cuenta de los acontecimientos, aunque sea por desahogo, lo haré. Ahora nos tenemos que poner a trabajar porque el siguiente relato tiene mucha faena, ¿no es así Gon?, así es Alba, pues allá vamos…

LA VIRGEN DE LAS NIEVES (1)
Los coches quedaron aparcados en un terraplén amarillento, desde el que se podía divisar una amplia panorámica de la población. A juzgar por la cantidad de humo que salía por las chimeneas, se podía adivinar que el termómetro estaba bajo mínimos. En cuanto dejaron la confortabilidad del vehículo y tomaron contacto con la realidad del ambiente, tuvieron que echar mano de abrigos, chubasqueros, gorros y guantes adecuados porque hacía un frío que no lo soportaban ni los grajos. Un poco más lejos, el gran farallón donde habitaban los buitres, se presentaba cubierto de una densa niebla que impedía saber si se encontraban por allí, o estaban en otros parajes más cálidos. Cogieron sus bastones de senderistas y casi sin poder hablar, se apretaron las correas y decidieron afrontar la cuesta que tenían por delante. Como siempre El Jefe comenzó a tirar del grupo y dada la dificultad orográfica, éste se desgranó en los primeros metros de subida y cada cual utilizaba sus propios recursos para encontrar aire y seguir subiendo; Joaquín insistía mucho en ello, pero nadie le echaba cuenta. “Hay que estirar, es necesario dedicarle diez minutos al estiramiento antes de ponerse a andar”. Sus palabras caían en saco roto porque la gente comenzaba a moverse y los músculos ya se irían calentando por la cuenta que les tiene; al final de la jornada nadie se quejaba, pero las molestias eran evidentes. Desde arriba la panorámica no había mejorado mucho, y apenas se podía ver unos metros más allá de donde se encontraban; el sendero costaba trabajo seguirlo y tan sólo la intuición de El Jefe, curtido en situaciones similares, hacía que se fuese en la dirección adecuada. Las grandes rocas aparecían a los lados del camino, como si fuesen orondos seres que vigilaban el paso del grupo, unos tenían ojos de lechuza, otros brazos de gigante, otros esbeltos cuerpos semidesnudos y de vez en cuando aparecía un quejigo con sus ramas desnudas y su tronco horadado, que parecía estar invitando a que se penetrase en sus entrañas. No se movía el aire, caía una fina lluvia que se clavaba en la punta de la nariz como lápiz afilado, y la niebla cada vez era más espesa; algunos habían tomado la resolución de estirar los palos, y formar una cadena humana donde cada cual sujetaba el palo del que iba delante. La marcha era lenta, los plásticos cubrían los cuerpos evitando una transpiración adecuada, y los pies comenzaban a sentirse algo húmedos. En estas condiciones hubo quien alzó la voz manifestando su intención de no continuar. Se produjo un parón en la cadena, un corrillo de parlanchines y un intercambio de impresiones, que dio como resultado la división del grupo, de tal manera que sólo siguieron hacia delante cinco personas, entre ellas dos mujeres: Angustias y Mercedes, que junto a Joaquín, Justo y El Jefe formaban el quinteto. Una vez que ya lo tenía claro, reanudaron la marcha, y en un nevero que apareció de repente casi a sus pies, se detuvieron para refugiarse del frío reinante, pero las condiciones del habitáculo tampoco eran las más idóneas, porque a cielo abierto por mucho que se pegaran a la pared del pequeño círculo, el castañeo de los dientes no había forma de controlarlo. Así que trazaron dos o tres líneas maestras, se ajustaron las mochilas al cuerpo y uno tras otro comenzaron a caminar. No se escuchaba más que el roce de los pantalones con el plástico, y el crujir de las piedras al pisar con las botas de campo. La niebla continuaba espesa y los animales aguardaban en sus refugios de invierno a que mejorasen las condiciones meteorológicas. Se iban dando turnos en la cabecera del grupo para que la marcha fuese más relajada, y en uno de estos turnos dirigidos por Mercedes, ésta les hizo detener a todos para comentarles lo que venía observando desde hacía varios metros: daba la sensación de que el camino estaba marcado por unas manchas azules, que aparecían y desaparecían intermitentemente. El Jefe también se había dado cuenta de esta circunstancia, pero no tenía claro si era producto de su imaginación o realmente las manchas existían. Ninguno conocía este tipo de señalizaciones por lo que le parecieron algo extrañas, pero dada las condiciones del día lo mejor era seguirlas que les llevarían a algún sitio, siempre sería mejor eso, que andar dando vueltas sin saber qué podían encontrarse unos metros más adelante. Justo hizo algunos chistes al respecto y entre bromas y veras se iban pasando las horas, y la niebla no se disipaba ni el frío cesaba ni se veía nada que les orientase en aquel laberinto de rocas. Cuando las sombras comenzaron a meter el miedo en el cuerpo a más de uno, y se había descartado toda posibilidad de volver atrás, las caras tomaron un rictus de preocupación porque todos ellos se estaban dando cuenta que se habían perdido. Allí no había mapas que orientasen, ni brújulas, ni móviles que funcionasen. Se habían dejado llevar por la intuición y el conocimiento de la sierra, y ahora se hallaban en medio de una situación que comenzaba a ser acojonante.
— ¡La línea!-gritó Angustias-.Lo mejor será que sigamos la línea, esa era la idea que traíamos y no debemos abandonarla.


2 comentarios:

  1. Caray, espero ansioso la continuación, pues a veces me he visto en situaciones similares, pero sin manchas azules, ¿que pasará?

    genialsiempre

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  2. 12/10/2009 at 5:43

    Qué emocionante. Tengo ganas de saber qué pasará…
    Como siempre, la fuerza de la naturaleza está presente en tu relato, que, como ya te dije en una ocasión, me parece una forma muy original de escribir.
    ¿Te leíste por fin ‘La insoportable levedad del ser’? Si es así, espero que te gustara.
    Saludos,
    Reference.

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